martes, 10 de febrero de 2009

¿Has amado a un borracho?

Me lo dice la resaca, deben ser las cuatro de la tarde. Advierto el resabio amargo en la boca mientras espabilo arrojando al suelo las muchas legañas pegadas a mis pestañas que se desprenden en grupos de dos o tres cuando las arranco por la fuerza para poder abrir los ojos y mirar de nuevo mi escenario plagado de elementos naturales y nativos de esta ciudad. Mi estomago suplica con gritos desgarradores, casi plañideros de “pleito de perros” el primer alimento; no sé, quizás de días cuando mastico trozos rígidos de piel muerta de mis labios que han alcanzado su máximo grado de deshidratación convirtiéndose en terreno árido de migajón calcáreo que se resquebraja sangrando mientras encorva la esperanza de las primeras gotas precipitadas de lluvia. A esta hora el sol ha comenzado a dejar atrás su fogosidad inconfundible de media jornada y haciendo uso de mi mejor recurso adivinatorio atisbo que la manecilla más pequeña y robusta del reloj de la plaza central; en donde me he instalado deleitablemente desde hace algunos meses, apunta a ese número que sufre de delirio de persecución cada que al voltear incesante y constantemente a sus espaldas, advierte que el incansable tres se mantiene ahí, siempre al asecho, como listo para atacar y dejar en sus lomos la mortífera huella asesina que demuestre que no existe la superioridad que le han atribuido injustificadamente a través de milenios. Quien sabe, talvez algún día logre alcanzarlo y entonces sea más fácil y rápido para todos contar hasta diez.

Quemo el primer cigarrillo de la tarde e inhalo su aire de nicotina y alquitrán que perfuma en penetrantes humos deleitosos, sustituyendo al mismo tiempo el intoxicante oxigeno, en cada rincón de mis ductos respiratorios. Es difícil precisar si el olor a muerto que siento ahora inhibiendo a la par invariablemente el apetito, proviene de mi cuerpo envuelto en sucios andrajos repletos de porquería, grasa inmunda y estiércol, alejados en conjunto del agua y jabón durante fervientes episodios de briba ininterrumpida o de la putrefacción del pollo frito que aun conservo en la misma charola de plástico traslucido donde lo encontré empacado hace ya un par de días, apenas si le faltaba un cuarto que seguramente los roedores circundantes del basurero habían terminado por consumir segundos antes de mi alimenticio descubrimiento, mismo que por cierto temor de acostumbrarme a comer he preferido exclusivamente contemplar como si lo tuviera en una vitrina dorada frente a mis ojos y lejos del alcance de mis dientes, eso me da la ilusión de que aun conservo algo de seriedad en mis bufonescas sonrisas y hambre en el centro de mis sueños y mi estomago, para perpetuar la esperanza de mañana poder consumir mis desechos envueltos en pan de centeno aderezado con residuos escoriales de caridad y mostaza de Dijon.

Escucho en la radio detrás del rugir del motor de un magnifico Mustang 65 descapotable; siempre he querido uno, talvez en mi otra vida lo compre o lo robe en esta antes de desintegrarme, a Corcobado (no olvides nunca que lo que nos mueve es el hambre y no el alimento), me hace pensar en esa extraña trayectoria en la que deberíamos ser impulsados por las fiebres y los deseos, la necesidad de amar y ser odiados, de pecar y redimir, de olvidar. Y no por un puñado de guisantes y repollo hervidos. Termino de apurar los setecientos cincuenta mililitros de la vodka contenida en la traslucida botella y retiro los excedentes con el dorso de la mano derecha en mi boca, el dolor efervescente de las supurantes lagunas gástricas que arden en mi interior a menos de una cuarta al norte del ombligo acompañan el recuerdo de que, aunque me mantengo firme y de pie, aun no he probado alimento. Probablemente en las últimas cenas comunales en nuestro paso a desnivel de la antigua avenida principal, hoy convertida en refugio imperceptible de bienaventurados malvivientes, he estado muy festivo leyendo lo de Lowry y bebiendo Stolichnaya, como para turbar mi ya de por si escaso entendimiento, con el burdo exceso de comer. Si mañana el diablo me ofreciera cuestionar a Dios de frente maniatado a un polígrafo sólo se me ocurriría preguntar ¿Por qué no puede bastar con alimentar la imaginación y regocijar el espíritu? ¿Por qué tiene que ser tan necesario el instinto vergonzoso de alimentar al cuerpo? ¿Y dormir? ¿Es acaso un intento tuyo para saberte y sentirte omnipotente que salió mal? o ¿Es verdad que a las bestias que no se les somete con el látigo se les doma con el hambre? ¿Y si mañana tú decidieras comer? ¿Quien entonces seria el diablo, el pobre diablo? Es por eso que no lo incomodo, ni siquiera lo veo, creo que me repudia porque no me habla, mientras que a mi no me interesa conversar, sólo seguir bebiendo, así que aunque estamos en la misma fiesta, yo solo bailo tango y Él cha cha cha. Prefiero permanecer ebrio, el alcohol es amigo intimo de la locura, aleja los pensamientos misericordiosos de la razón y calma los ardores de la devoción al pudor para enaltecer los de la carne, yo se de eso.

Mantener “la tripa pegada al espinazo”, no es nuevo para mí. Incluso en otros tiempos en los que los furores llenaban la barriga, el vino anegaba las mesas y el trabajo ordinario carcomía una a una todas mis esperanzas y sueños en una oficina de dos por dos en donde el teléfono y el ordenador eran más importantes para el consorcio que mi espectro, me acostumbre al mal comer, primero por escasez y falta de liquidez, después por necesidad temporal y finalmente por necedad. Alimentaba mis depresiones, ante la inmundicia de respirarme a mi mismo a todas horas, con litros de café percolado, pachitas de licor de anís y decenas de pitillos de tabaco negro que yo mismo forjaba y que hacían la farsa de desayuno, comida y radiante final para después de cenar, la única ingesta entripable. La paga era buena y la vida confortable, y yo estaba mas pródigo en la mierda que ninguna vez. Mas indigente, sucio y mendigo de lo que ahora me encuentro. Bebo ron barato en una licorera amarillenta de plata que en trueque prehispánico obtuve hace un rato entregando, a un muerto de hambre borracho como yo, el todavía inquietante y aun más odorífero pollo pútrido. Lleva una dedicatoria grabada en la parte trasera “Para mi amada Lidia, porque Dios te conserve el humor corrosivo y los senos firmes. Elena, creo que las dedicatorias son estupidas, quien puede abogar a la cursilería en una frase personal que más tarde, invariablemente terminará siendo leída y mancillada por muchos otros ojos ajenos. Me instalo en mi sitio favorito a esta hora de la tarde a las afueras de la Catedral Metropolitana para pedir un poco de caridad de los ilustres hombres sentimentales, que dicho sea de paso, para eso trabajan, para ser hombres y caritativos. Mientras peino en bucles perpetuos mi barba con la mano derecha y coloco la izquierda en función de pila bautismal dispuesta para recibir de mano de mis benefactores las mercedes monetarias que se logran al ocupar un sitio en el mas bajo e insignificante de los peldaños diarreicos en la escalera social, tú pasas a mi lado y me reconoces, pero callas ante la cortedad y la humillación a tus ojos de verme convertido en un vagamundos borracho cargando el costal de promesas incumplidas de nuestra vida juntos.

Esa mañana, la última en que te noté hasta hoy, me pareció entrever que ya te conocía de tiempo. Dormías aun sin saber que yo estaba por embarcarme en el navío de la futilidad. Al destierro del juicio. Levanté mis excesos como cada madrugada antes del crudo asomo del sol, tomé una ducha fría, afeité mis anhelos y me corté, bebí un sorbo de café y antes de salir me miré al espejo. Menuda figura exigua y concentrada la de ese ser extraño mirándome fijamente a los ojos como si quisiera arrancármelos y dárselos de comer a los carroñeros o a los serviles, no pude reconocerlo pero lo sabia familiar, portaba el mismo rostro de siempre pero mayormente aburrido, tenía unas profundas y obscuras llanuras desbalagadas debajo de los ojos, arrugas en la piel y canas en su paz, había vendido su sensatez por un par de alforjas vacías y se dedicaba a atesorar recuerdos en el cajón de los pañuelos remendados por los deseos del abandono, las trastiendas familiares, los automatismos cardiacos y las prácticas del no saber decir ni decidir, se había perdido queriendo encontrar un sólido aparato de grandeza y un mililitro de vergüenza recorría segundo a segundo sus venas impulsada por palpitaciones apenas perceptibles de un marcapasos austero colocado en la zanja donde instantes antes estuvo instalado su corazón.

Una lágrima de daño recorrió tu mejilla quemando el aplomo que en mí quedaba, al ver la escena como surgida de una farsa de burlesco humor negro, narrada entre incontables leprosos lujuriosos por un pusilánime cualquiera como yo. Pensaste en exigir la explicación que durante meses esperaste sentada en la incomprensión de los actos insanos de quien creíste un enfermo mental. Un cosquilleo recorrió tus muslos y rodillas mientras parecía que desvanecías al desconsuelo. Insectos alados revolotearon en tu vientre y sentiste el creciente deseo de golpearme directo a la cara sucia, acuchillarme, arrodillarme y decapitarme, besarme y amarme como nunca antes lo habías hecho, olvidarme. Puedo hallar las partículas volátiles de tu perfume flotando entre el smog, el estrés y el sudor de la ciudad, me recuerda a una época, un turno, una cosecha y quizás una estación, pero no me dice nada de ti. Encontraste que me he vuelto sucio, descuidado y desaliñado, falto de gentileza e interés ante todo lo que consideras bueno. Talvez no exista mayor explicación que verme a los ojos y averiguar de viva voz porque me encontré exánime en tu universo y he resucitado en este jirón de manchas y mugre por envoltorio, pero de una limpidez y pulcritud internas que sólo los más avezados conocen antes de morir.

Suena un majestuoso repiqueteo en el campanario principal de Catedral informando la presencia en puerta de la última hora en situación crepuscular y con ella el inicio de una misa en honor a los venerables difuntos en la que registraste mi nombre y por la que esta tarde has venido hasta aquí. Sin poder decir más, abres tus sentidos a un llamado que resulta un bálsamo untuoso dentro de las llagas de tus pensamientos. Un segundo después tomas tu bolso, en un solo movimiento extraes con delicada maestría un pañuelo desechable y un objeto redondo de una brillantez en desuso. Borras el húmedo rastro que una lagrima superficial ha dejado tras de sí después de recorrer pausadamente tu mejilla. No intuyo a bien la naturaleza de aquel destello entre tus dedos, pero su reflejo capta mi atención más aun que el maravilloso cielo rojo que de paso se deja ver en la plaza antes de dar cabida al resguardo de la noche. Extiendes tu mano hasta la mía y colocas dentro el objeto circular. Sin atender al contenido te descubro a un paso de la sinrazón y te pregunto: ¿has amado alguna vez a un borracho? Me miras como quien ve a su padre por última vez antes de olvidarlo en la rampa de acceso para silla de ruedas en un acilo terminal para ancianos, y cruzas el inmenso portón de la santidad hacia el consuelo de la pérdida de la memoria cansada. Mientras veo como alejo por voluntad lo único virtuoso que había en mí, abro la mano y encuentro reluciente una moneda de diez pesos. La sonrisa de un niño ilumina mi marchito rostro, tengo en mis manos un ultimo gesto de apego y compasión, el precio de la omisión, una limosna para recordarla y conmemorarla, para brindar por la soledad y su compañía con un litro del destilado de endrinas y floripondio que prepara mi amigo Jacinto “el alquimista” en la clandestinidad y que nos suministra cuando tenemos el dinero suficiente para pagar y el tiempo contado para embriagar a la dama de la sobriedad antes de que ella nos embelese en sus brazos para siempre.

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