jueves, 15 de enero de 2009

Cafeinómano clasemediero

Me siento en la terraza y pido el habitual aromático de la tarde, previo saludo diplomático de por medio que siempre me caracteriza. El mesero, casi un amigo, héroe desahuciado de bienaventuranzas, pero alfaraz de todas mis simpatías, me da las malas nuevas con su infantil y boba expresión; por hoy no habrá expreso, la maquina se averió y probablemente le lleve al técnico un par de días el repararla. Cómo puede cambiar la impresión del mundo y las personas en asociación a una sola frase. Me doy cuenta en un instante que a bien corregir, le aborrezco. ¿Quién piensa que es? Lo imagino sintiendo que con esa falsa sonrisa petulante hace las veces de anfitrión empedernido en complacencia de sus excelsos invitados en noche de gran gala con una mesa repleta de los más selectos manjares llegados desde cada rincón del planeta. Botellas y botellas de grandes vinos del viejo mundo que tras descorche son derrochadas en cristal alemán. La música más atenta encontrando en donaire ambiental su delicada belleza. Y el entorno del más amplio refinamiento y la mayor encomiable erudición y buen gusto, entre columnas, cuadros y retoques que enloquecerían al más insaciable de los coleccionistas del siglo corriente. Cualquiera diría que con ser atento tiene ganado el cielo en cristiandad y el islámico jannah juntos en unión fanática y voraz. ¿Cree a caso que con sólo informar afablemente que la dosis exacta de cafeína necesaria para que el sistema y organismo funcionen como tal no llegará hasta tu torrente por el resto del día, posee un conocimiento infinito y superior o que acaso se hace merecedor de una fanfarria en recompensa? Quizás una dádiva como la que entrega uno orgulloso al humilde viejecito; que en alzheimerico denuesto a la vista se sienta en la escalinata a la salida de cualquier estación del metro, a sabiendas de que seguramente le servirán para completar la borrachera del mismo día o curarse la cruda del anterior pero que sin atañerte te hacen sentir como un misericordioso y clemente hombre de bien. ¿Y en esa facha? Estampa ilustre harapienta de la proliferación; en el mundo naciente, de un sinsentido en vagabundez carente de garbo y prosapia. Seguramente su camello le negó hoy por la mañana la oblea que a diario le hace mutar. Y me pregunto ¿Tengo alguna culpa en ello? ¿Fui yo quien le obligo a transitar esta ruta miserable? ¿Es mi culpa que su ascendencia y descendencia estén malditas? Mientras transcurren los interminables segundos en que todo su universo cruza por mi cabeza, miles de preguntas surgen en perímetro a su condición bestial, la angustia se apodera de mis manos, terminales nerviosas desafían al ansia en las puntas de mis dedos y la necesidad de cafeína se vuelve imperante convirtiéndome en un estresante racimo de irritación, furia y desconsuelo, regreso sin aliento a la razón y revelo de nuevo la siempre atildada voz del mesero en turno que no obstante me había parecido hasta entonces mas bien aguardentosa; el de luces familiares protagonista atingente de algunas parábolas en ficción dentro de la mente enferma de cualquier cafeinómano más por naturaleza que por convicción, que tiene a bien ofrecerme, en eso que ellos llaman cortesía de la casa, una taza de la humeante infusión de variedad arábiga de altura que el establecimiento contiguo; a escasos dos metros de distancia, prepara con prolija exactitud y sumo cuidado. El ritmo cardiaco descelera, las pulsaciones de la sien decrecen y la respiración adquiere una cadencia definitiva. Asiento a la pregunta con la mejor sonrisa de complacencia que puedo otorgar y entonces; sin otra explicación atribuible a la lógica le achaco la guasa a la insuficiencia cafeínica medida en miligramos de ansiedad por nervios al cubo sobre dos, fui testigo en corte ante magistrados de irreprochable reputación de cómo un halo de luz resplandeciente bajó instantáneo del cielo; ese mismo que estoy seguro aún cree se tiene bien ganado, hasta su cabeza cubriéndolo de gloria divina y astral. Como si en verdad la santidad existiera no solo en las tiras cómicas sino que pudiera ser presenciada en realidades insignes de sueños alcaloides de metilxantina estimulante. Cuando el preciado bálsamo de abundante y delicada espuma anego; en celebración sensorial de globos, confetis y magos con chisteras cagadas de palomas y conejos, cada rincón de mi boca y sus volátiles inciensos se adhirieron en cada milímetro de mi ducto nasal, el esbozo de gratitud en mezcla de tostado perfecto con el gesto en dicha de acidez inigualable me transformaron en un momento, de un yonqui a punto de arañar su síndrome de abstinencia a un manso cordero echado en plácido amamanto matinal. El ansia retrocedió milímetro a milímetro en mi cuerpo mientras la cordialidad se reencontró con uno de sus máximos iza banderas en mi persona. Y mi pastor ovejero; el gentilhombre hidalgo que esta tarde dio un paso importante para engrosar el santoral de mis devociones, no solo recibió una cuantiosa retribución, vulgar en su condición metálica y banal, pero merecida como el atento anfitrión que es y que siempre ha sido, sino que además encontró ese camino de largo y graciosísimo señor de todas mis simpatías como lo opino ahora, intermediario repartidor de bonanzas como siempre lo he percibido, dueño absoluto de un generoso sentido de la prioridad, audaz y decoroso como ahora lo advierto, como lo interpreto, como siempre lo he sabido...

domingo, 11 de enero de 2009

Decadencia


Abrí la puerta a la exhaustiva llamada hambrienta del desdeñoso frío invernal y la aguda soledad punzante que como dos avejentados miembros del club de la indigencia habían venido a disputarse mí miseria caricaturizada en trozos de pan recién horneado arrojado a la calle para un ramplón cerdo abultado en decadente ceba. Abrí y deje pasar sus devastados cuerpos de sucios harapos roídos por los hocicos resquebrajados de miles de ratas que a diario se alimentan de ellos entre la obscuridad. En acostumbrada visita lúgubre aparecen para retar al destino y la fortuna, que descansan en el banquillo del abandono, con el estricto afán de recordarme que la jugada a la cordura esta perdida y no tengo nada más en los bolsillos con que elevar la apuesta.

Llevo algunos meses subsistiendo dentro de esta alucinación de pocilga amueblada que falazmente rento sólo por una módica cuota de prudente periodicidad. Unos pesos que la mayoría de los meses no soy siquiera capaz de cubrir a tiempo, ni mucho menos en totalidad. Cuatro paredes que en múltiples capas de pinturas ocultan su doble vida, su rostro verdadero carcomido por un acné de humedad e indolencia ante el paso del tiempo. El viejo ropero de puertas pendientes de una sola bisagra a punto de la precipitación en caída libre y definitiva. La cama de tamaño individual y estrictamente personal ante la negativa, previo acuerdo firmado de palabra, para recibir visitas a ninguna hora oportuna o no, con sus sábanas frías repletas de agujeros. Una radio de onda corta de cúpula en arco relegada, toda en madera apolillada, por la apatía y el desanimo con que no ha sido utilizada durante su eterno descanso sombrío. Retratos ilustres a blanco y negro de parientes ajenos que nunca estreché al mirarlos, ni los recibí con un beso en la mejilla en señal de cariño contenido durante su larga ausencia y que mucho menos compartimos en cena de encuentros nuestras aventuras y sinsabores al sustento de abundantes viandas y múltiples copas de tinto, pero que me son tan familiares cuando de acompañar un trago de whisky y sostener una importante disertación espiritual se trata. El sofá sucio y reclinable con imborrables manchas de sangre, lamentos y soledad tapizado de recuerdos vejados al olvido. Un inmenso ventanal de opiáceas elucubraciones tuteladas por el humo azulado siempre de un cigarro puro. Las cortinas acordeladas, que a mas de no parecerlo reflejan en un blanco extraviado entre las colinas de melancólicos grisáceos una cantidad descomunal de polvo apropiada para sembrar en ellas y cosechar los frutos en el verano siguiente. Y en el medio del espacio claustral, el espejo fracturado en tres zigzagueantes y profundas líneas que cruzan milimétricamente justo al centro de su reflejo y que seguramente ha señalado en caleidoscopio los caminos de mala estrella e inmundicia por los que los anteriores moradores de este mismo cuarto siempre han tenido desenlaces trágicos cargados de aislamiento y de una buena dosis de humor negro. Cuando menos eso suele decir la vieja de piel mortecina casi violácea e inocua senectud cuando se le pregunta, y aun sin preguntar, del por qué alquila la vivienda cada año a una persona diferente. Señora del feudo heredado en una rifa ferial del destino, vive ahora de anhelos pasados y recuerdos futuros deambulando por la casa enlutada dentro de una lóbrega túnica blanca, siempre seráfica, portando en el bolsillo izquierdo un aro de hierro con decenas de sonoras llaves oxidadas; que permanentemente advierto más pesado que un ladrillo cayendo directamente y a una velocidad descomunal sobre mi cabeza, y en la contraparte una navaja suiza, un rosario de cuentas mezquinas y las imágenes; en orden de importancia a la hora de reverenciar, de todos sus muertos y sus beatos. La gente dice que esta loca, yo creo que es una santa.

Al final de la escalinata que conduce al primer piso superior se muestra mi trampa y detrás de su puerta mi solemne derrota y mi cuerpo enfermo. Afuera el resto del universo recluido en sólo un callejón. Un pasillo de obscuridad absoluta que sólo se ve interrumpida cada tres segundos por la luminiscencia de un espectacular colocado hace un par de semanas, justo en la acera de enfrente, anunciando un futuro sin revés y una cuenta corriente con depósitos de dignidad en el banco de la porquería y la suciedad. Una constancia enmarcada expedida por el mismísimo Vaticano, que refería a la asistencia de una misa oficiada por Juan Pablo; aunque no Sartre sino segundo, engalanaba la pared aciaga del lado izquierdo y piezas varias, como reproducciones baratas de obras de arte sin sentido alguno, terminaban de complementar la sala de la complacencia bufonesca en el museo del exilio y la omisión, mientras que una decena de muebles viejos, que no antiguos, te hacían sentir en decadente agonía esperando en la antesala de emergencias a las afueras de la depresión, colocados en anarquía por montones entre baño, cocina y comedor, lugares de uso común dentro de la casa. La planta alta, un tranvía prohibido para el que me fue negado el pase de abordar. Universo paralelo. Sin directrices ni imágenes diseñadas más que en las sombras que la imaginación misma se complace en inventar. Nunca me ha interesado siquiera generar un espejismo de cómo puede ser, supongo que los que osemos atrevernos a incursionar mas haya de terrenos tolerados, en tierra sacra, estaremos condenados a transformarnos en estatuas de sal y ver el final de nuestros días aderezando los pestilentes guisos que se aliñan todas las madrugadas para dar de comer a los gatos y vagabundos que merodean en las azoteas de cualquier pensión a cada mañana. A quien le importa.

Aquí dentro puedo respirar lastima y compasión o asfixiarme en monóxido de carbono si es preciso. ¿Por qué estoy aquí? Después de beber un chisguete de alcohol y liar un papel de fumar lo intento. Esa tarde en que te decidiste a no volver yo me resolví a hacerlo. “Siempre es más demencial volver un camino que andar uno nuevo” leí alguna vez, creo que en una caja de cereal o en una revista de manualidades y cocina, no lo recuerdo. Lo único que me viene a la mente es tú silueta partiendo en viaje sencillo a la isla donde los reos encuentran redención y los apuñalados son sentenciados a morir desangrados sin auxilio ni razón. Nunca he podido conservar lo que he tenido, jamás he tenido algo que merezca y soy inepto para definir cuándo debo luchar por algo o alguien que quisiera tener a mi lado. En tú caso no fue la excepción. Sólo que esta vez si lo hice. Si luché por ti. Lié los bártulos en apariencia y estructura para complacerte. No fue difícil. En realidad la compatibilidad y la comprensión eran totales. Me enseñaste a superar los miedos de estar, a comprometerme en el aquí y el ahora sin importar si el ayer o el mañana, a dar sin esperar y recibir sin pedir, hallaste lo peor de mi y lo sacudiste con lo mejor de ti, abriste el cosmos y las piernas y me enseñaste a idolatrar, orar y a venerar, a existir. Creciste bondad en donde no la había. Elevaste el cuerpo a la altura del alma y le asignaste la carne al espíritu. Extrajiste a la razón, la destilaste y se la diste de beber a la locura hasta embriagarla de júbilo y placer. Tomaste la inteligencia y la derramaste en pasión desmedida. Enrollaste mi sensatez y se la destinaste a tú corazón. Te convertiste en un misterio que se devela en sábanas húmedas de sudores después de amar, como quien despierta a la vida en seguida de un sueño maravilloso profundo y eterno. Saliste una mañana de abril a comprar el diario, café e implementos necesarios para labrar un ensueño y nunca volviste. Las dudas acordaron con tus miedos alquilarte una butaca en la que preferiste observar la puesta en escena sin formar parte de ella. Te marchaste con la única seguridad de no estar segura de nada.

De niño solía conversar con Dios. Nos pasábamos horas inconclusas trabajando encima de tratados de humanidad, arte, literatura y política, deidades, canicas y alas de moscas multicolores. Una tarde de domingo, cansado de mis preguntas sin respuestas decidió no dialogar más conmigo y se marchó. Lo busqué sin éxito en incontables ocasiones que se volvieron con el paso del tiempo cada vez más intermitentes hasta que un día me olvide de Él. Hoy después de muchos años se asoma a mi puerta ataviado para el matutino juego de golf, me pregunta si aún lo recuerdo y pide permiso para entrar. Sabe que te has desvanecido en una pesadilla de noches de desvelo y me tiene preparada una larga lista de pretextos para justificar mis múltiples fracasos y frustraciones en un solo tomo de pasta dura. Creo que por esta noche dejaré pasar de largo la invitación. Mantendré mi puerta cerrada y mi alma en derribo. Pero la sobriedad intacta y al insomnio a mi lado como fiel testigo.

Miro en derredor. La cabeza gira vertiginosamente y algo me palpita violentamente en el pecho. De todo lo habido en esta habitación nada, ni siquiera los papeles ni las letras que sobre de ellos escribo, es mio. Te buscan. Claman suplicantes les tomes y los leas. ¿Qué clase de escritor crees que sea? Aquel que escribe solo por verte sonreír. Sólo para mostrar la devoción que te profesa y hacer que sus sentimientos encuentren una forma corpórea y tangible de mostrarse en impresos de caricias sutiles y quimeras de intermitente locura. O aquel que pierde a su musa y se reusa a por lo menos intentar volver a escribir, ¿Para qué? Si sabe que la inspiración se ha ido, y sin ella, sin ti, esta perdido. O un tercer tipo. Aquel que sólo escribe para sí, sin importar el alto grado de mierda y basura que coloque en los textos, prostituir así al pensamiento para evitar pensar en ti más de la cuenta, vender el alma a tan bajo precio. No soy ni siquiera eso. No soy capaz de formar oraciones ni párrafos ni letras si no van destinados a ti. Te pertenecen al igual que todo lo que hago, por la impoluta razón de que son hechos madurando sentimientos y rumiando en los recuerdos que han quedado de ti y para ti. Te pertenece mi razón, mi abandono, mis caricias y mis alucinaciones. El whisky se esta evaporando a raudales mientras un canon de Bach taladra como una ofrenda a la tristeza y el abandono dibujados en negro y azul. El eco atómico que genera en mareas una gota de agua precipitada al cubo de aluminio colocado en el centro de mis confusiones me obliga a mirar al cielo en la habitación. Una gotera, que probablemente provenga del baño averiado de la señora de la casa, hace que el ruido de una excavadora en las obras de la construcción contigua de un paso a desnivel, sea como un trinar de aves en tarde de lunes visitando el panteón español.

Camino a paso firme por una acera de mis encantos, es de día y el sol ilumina todo y a todos con el maravilloso esplendor que tiene cuando la vida es buena. Cuando estas tú. Saludo al barbero que me pregunta por ti, pero no respondo solo asiento con la cabeza, mientras continúo de largo mi camino. Veo pasar frente a mi, personajes que no reconozco y personas que me recuerdan que no he muerto, que aun estoy aquí. Pero no soy capaz de hablar con ellos, de decir que lo siento. Estoy próximo a la esquina y el semáforo marca un alto en rojo al peatón pero no me detengo, quiero detenerme pero no puedo, sigo caminando en andanza desenfrenada directo al paso rabioso de los vehículos en movimiento, al llegar al final de la acera tropiezo y caigo. Caigo a un abismo permanente y ardiente, escucho el ruido de la excavadora, y sigo cayendo, recuerdo tu rostro, tu cabello, tu sonrisa y tu ausencia pero no puedo detener mi descenso, estoy muerto. De un salto estrepitoso llego primero, de la cama al suelo, y después abro los ojos, despierto. Sudando en pesadillas la deshidratación alcohólica, la ansiedad y el naufragio. Las ilusiones, los deseos.

No puedo saber si esta anocheciendo o la madrugada sucumbe ante el alba, hace algunas horas corrí las cortinas y me desprecié en lo que casi fue un sueño. Apenas se asoman por los resquicios tenues rayos de sol que se interponen para terminar con la obscuridad de la vista cansada y el denuesto de respirar. Enciendo el último tercio de un puro usado por el cadáver de quien muere todas las tardes aquí mismo y respira en firmamentos bíblicos de resucitación al día siguiente sólo para cumplir de nuevo el ciclo. La boca seca y el rostro hinchado. Saco, mezclilla y botas por ajuar. Es hora de salir a asesinar o morir. Es lo mismo. Terminar con esta debilitada mezcla de ser y ficción. Empuñar el sable de la desolación y sucumbir. Tengo ya preparadas las epístolas que hacia ti se habrán de dirigir. He pagado una corona de suplicas y rezos, y el estuche de insulsas hechuras que como lecho fúnebre me ha de servir. Y el epitafio en lapida simple que mi expiación acogerá. Que nadie diga que no acudí a mi propio entierro. La señora de túnica blanca me mira al salir. sabe que nunca atendí a sus advertencias, sonríe. Mañana, quien sabe, mañana quizás vuelva a reencontrarme con mi abandono y mi soledad, con mis cementerios y mis mareas de delirios y ansiedad y mis desvelos, cuando me vea capaz de escribirte nuevamente, de mirarte a los ojos, sabré que mi condición humana se ha extinto y mi decadencia por fin ha triunfado.

lunes, 5 de enero de 2009

Teclado

Si el paraíso fuera un teclado de ordenador ordinario, Dios sería la tecla de Ctrl. Y su triunvirato final estaría dado en un Ctrl+Alt+Supr.

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Si la tierra fuera un teclado de ordenador ordinario, no seria la tierra, tendría que subsistir entre teclas humillantes e hirientes de una gigantesca maquina de escribir de insignificante mecánica marca Olivetti.

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Si yo viviera en una maquina de escribir sería, por antonomasia, la cinta de impresión. Ambivalencia bipolar en vestimenta rojinegra. Limitada a esperar impolutamente el rito inquisidor de ser martillada un millar de ocasiones. De ser restregada a la superficie de una hoja amarillenta de papel reciclado. Utilizado hasta alcanzar una cúspide marcada en un predestino de fábrica, en la etiqueta de instrucciones posterior al alma, impresa en una lengua extranjera incomprensible. Borrado en el camino durante ininterrumpidas incursiones por un corrector de lamina en desuso. Y yerto, derramando la sangre en matices grisáceos antes de iniciar mí recorrido en reversa irremediable, en camino hacia el desecho de un final irrecordable ni siquiera en las huellas marcadas de las letras escritas.

Nada

Vencido. Hoy hago mi entrada inmoral, por la puerta trasera, al cosmos de los blogs. Que no así al culo del mundo porque en ese justo ahora mismo me encuentro. No es algo grato publicarme a sabiendas de que alguien pueda perder su devaluado tiempo voyerista leyendo lo que a partir de este momento vomitare sobre estas escuetas y oscuras páginas. Lo único que me consuela es saber que cuando termine de escribir en el y tu de leerlo los dos estaremos un paso mas cercanos a la extinción.