“En la región siberiana de Irtich viven cientos de miles de roedores en cuevas subterráneas. Al llegar el mes de mayo abandonan la mayoría de sus madrigueras y emprenden una larga peregrinación que dura cuatro meses. Caminan día y noche hasta alcanzar la Tunguska, atraviesan el río y siguen a la península de Taimyr, donde se lanzan a las frías aguas del océano Glaciar Ártico. Mueren todos, hasta el último...”1 pensé; vaya formas risibles y engorrosas que tiene la vida de guiarnos hasta la muerte y arrojarnos desprovistos de alas hacia el despeñadero, mientras cerraba el artículo de la conducta de Francisco Javier. Arrojé el mamotreto al sofá, admiré a Amanda que lucía plena reposando en un rincón de la habitación al fondo y me alisté para iniciar con la elaboración de la manducatoria, pasado el bochorno del medio día.
La disposición de esta tarde, emular las magnánimas comilonas del diestro Gioavacchino Antonio Rossini, y para ello, un sublime trozo de foie gras fresco, apenas sellado, de crujientes bordes caramelizados en costra de un dorado dotado de hermosura y una mantequillosa textura en el centro, que se deshace en grasosa intensidad de sabor a la hora estimulante del contacto mismo con la primera papila gustativa de mi ensalivada lengua. Tengo una sartén a punto y un momento inspirador. La tierra se detiene, el corazón cesa sus irrigaciones y la respiración del universo se contiene antes de exhalar su más bello himno; el contacto de calor abrazador e incandescente de la engrasada superficie de metal con las fibras cárnicas del músculo proteínico correspondiente a mi odorífera cena de magnificas añoranzas galas. Il barbiere di Siviglia, bisbisa en clamor de un ¡Fígaro! ¡Fígaro! ¡Fígaro...! el resto de la ambientación secular y mientras me admiro de mis dotes culinarias la recuerdo. Pienso en ella, cómo olvidarla. Fue una noche extrasensorial.
Nos conocimos en casa de Paolo en la reunión mensual de “El club de la otra lengua”, una jocosa tertulia; plagada de filarmónicos, literatos, afamados cocineros y eruditos del buen beber, pintores de poca monta, artistas varios, misceláneos y políticos porcinos, en donde los mercachifles ociosos de la agrupación dan a conocer las primicias de la vida “gourmet”, la ineptitud de los artistas alejada de la sensibilidad del arte y la siempre presente, hueca decadencia social. Autentica mierda envuelta para regalo, disfrazada de fracs y vestidos de noche. Una verdadera delicia. Amanda se acercó a la barra cansada del bullicio y la incongruencia de las conversaciones ajenas. Tanqueray martini extra seco, dos aceitunas. Enjuagó el sabor amargo que deja el vino al fondo de la boca después de la tercera copa en un par de horas. Rubia, inquietante magenta en los ojos, más delgada que una línea, de curvas deliciosas y andares eróticos ceñidos en radiante vestido claro de amenazante caída corta y larga cabellera rizada. Abundancias de juventud y belleza enajénate. Así se planto frente a mí el irresistible riesgo de probar algo más allá de esa noche, más allá de sus caldos tintos y corpulentos, sus cuadros enmarcando basuras vanguardistas, las conversaciones varadas con genios del diseño y la moda, alimentación bulímica, reflexiones anoréxicas, el lujo castrante y los excesos de vegetar. ¿Aburrida?
Extra virgen de olivas italianas con una marcada hechura artesanal, parmesano en finas lajas de una delicadeza atribuible, en escasos gramos, al mercado negro nacional, pimienta negra martajada toscamente en mortero, flor de sal, un toque seductor de albahaca morada. Trufa blanca. La mejor manera de hacer un carpaccio en casa es contar un cuchillo de filos agudos y brillantes. Una especie de navaja quirúrgica con todos los beneficios de un cuchillo chef, agarre, fuerza y elegancia, delicadeza y poder. Que mejor que consentir al deseo directo desde la entrada. La elegante cobertura cárnica perfecta en acentos rojos con marmoléos blanquizcos que reviste la superficie total del centro del platón en aguardo de la coronación suculenta del mise en place, marca la pauta para continuar con la preparación del intenso platillo principal. En una pequeña cacerola caliente de cobre preparo una magnifica salsa de matices violáceos espesos y brillantes reflejos, con base en un buen chorro de Cheval Blanc cosecha excepcional, directo de la botella para dar después un copioso sorbo del mismo liquido de órbitas perfectas, sin aristas, desde mi Riedel Bordeaux. A un lado de la hornilla la estrella en gestación, un tajo de radiante carne roja; para obtener este esplendor es necesario conseguir el corte directo del matadero, no mas de una hora después de perpetrado el desollado del animal.
Sentados a la barra conversamos en torno a las vidas pasadas, presentes y futuras de nada, el aprecio por los muebles viejos, las tardes nubladas y las peripecias de Hank Chinaski. La condición humana a cargo del olvido de la soledad, A cada pregunta generé hilarantes paradojas que la envolvieron en bucles de risas y miradas de autentica sicalipsis. Resultaba incomprensible esa sensación peculiar en el estomago, como si llevásemos años conociéndonos y compartiendo mesas, gustos y costumbres, cuando en realidad no tendríamos tiempo de llegar a ello. “Es sólo un trance pasajero”, dijo sonriendo de la muerte, cuando le aposté la eternidad a que esa noche danzaba desnuda paseando a su guadaña en nuestro derredor. Al final de la segunda copa sugerí mi departamento como escenario de un encuentro de miradas despojadas y cuerpos empapados de sudor rodando por el piso de la habitación, burbujas de Krug milesimado, John Coltrane desgarrando en el viejo tocadiscos, besuqueos, roces y caricias hasta perder la razón, pan francés, tulipanes y jugo de naranja por la mañana. Yo conduzco.
Horas mas tarde mientras ella dormía recostada en mi pecho; tan cercana a las dunas cubiertas de vello que ocultan un enorme hueco carcomido desde hace ya algún tiempo por el entendimiento, no podía dejar de contemplar aquel magnifico cuerpo que se encontraba fatigado y consumido de placer, era como dar consuelo a cientos de gritos paganos que clamaban admiración sobre cada milímetro del brillo producido por su piel en reflejo a la luz lunar que asomaba tendenciosa por la ventana y cubría toda su desnudez. El silencio se hacia presente por primera vez en el ambiente dejando atrás los incontables quejidos, carcajadas y gemidos amatorios que la noche había consentido con envidia y sin rencor. Sentí entonces estar enamorado. Me aprecié sereno, cadencioso y hambriento. No podía desperdiciar la oportunidad de ensayar algo que nuevamente la vida me colocaba para beneplácito de mi buen gusto y descontento del resto del mundo. Quien puede abochornar su rostro frente a la perdida de otra rubia con inquietante magenta en los ojos, tan deleznable, que era capaz de pensar como yo y compartir su insaciable cuerpo veleidoso conmigo.
Sentado frente al espectáculo divergente de mi figura postrada a la cabeza de aquella mesa, contemplando las magníficas viandas que con tanto cuidado había preparado y dispuesto, junté mis manos y entrelace mis dedos al mismo tiempo en que cerré los ojos, elevé una plegaria de agradecimiento por el alimento recibido a diario en favor divino y comencé el agasajo. La entrada resulto escueta y fibrosa, desmereció sin lugar a dudas al contexto, fue una lastima que ella fuera una sana deportista llena de perfección y no una golfa palurda recostada en su gula incrementando su grasa, su jugosos sabor y su tierna textura. Enjuague el paladar y me prepare para el apoteótico segundo encuentro. El extraordinario corte obtenido del cuarto trasero de mi captura. Mostraba una apariencia y textura similares a los que se logran de un magnifico filete extraído de los lomos de un buen ganado vacuno. El sabor era incomparable, fuerte como menudencias de cordero al entrar y afable como el cántico hechicero de las sirenas al final. Es sorprendente como cada raza otorga distintas propiedades organolépticas a su carne. Prueba y error, he llegado a la conclusión de que la más insípida es la asiática. Está en los genes. Muy agradables todas, sin embargo. El sellado final le había otorgado un cereza intenso al centro que me hacia recordar el tono de sus sonrojos mientras nos confundíamos entre las sudarios benditos de la pasión. Apenas si se mostraba un tanto sobresaliente a la autoridad que la salsa de tinto en compañía del foie intentaba imponer, y que en conjunto con los baños de pureza en las pilas redentoras del Cheval Blanc entre bocados se convertía en algo fuera de todo entendimiento.
El soporífero diluido en la última copa que disfrutó entre sus manos regocijando su deliciosa boca, terminó de hacer su estupendo trabajo. Lo sabía, justo a tiempo, igual que siempre. Ella cayó en un sueño profundo, casi comatoso, que al final resultaría de proporciones fatales. Para que la carne sea tierna y jugosa el animal debe estar tranquilo, sin rastros de adrenalina tensora y alertante en el cuerpo. Es una lastima que no haya sido así. Trasladé pues su esplendidez hasta la bañera de mármol italiano, abrí el grifo y dejé correr. Entibié la corriente para no dañarla y humedecí palmo a palmo su digna y pródiga beldad. Me hizo dudar un instante. Creo que la amo. Luego tuve que elegir entre ahogarla como se ahoga a la langosta en agua hirviente. Fracturarle el cuello de un sólo movimiento como al ave obtenida en día de campamento o despertarla y dejarla partir indemne. La decisión fue incólume. Conseguí de entre mis artículos de caza un par de guantes de látex, un escalpelo y un frasco de yodo. Algodón y olvido al desconcierto en una bolsa de polietileno en donde colocaría sus despojos después de concluida mi obra. Me inicié en la prolongada tarea de drenar lentamente el cuerpo con incisiones prolijas en vena axial, safena en pierna y yugular. Tenía tiempo de sobra.
Salí de compras a la tienda de comestibles, a escasos ochenta metros de mi morada, con la energía y la sonrisa que dan al cuerpo, en cantidades considerablemente altas, el saberse poderoso e inalcanzable. Influyendo también y de buena manera en el humor, la tremenda noche de farra, gula y placer. Al volver encontré el baño hecho un verdadero cataclismo, manchas por doquier, rojas diluidas, púrpuras frescas y negras coaguladas. Coronando la escena su ausencia en la tina y a escasos tres metros, en la pieza contigua su languidez sobre el suelo. Estaba tendida boca arriba, tenía la mandíbula apretada, los ojos abiertos, un par de lágrimas pataleaban aun en su mejilla izquierda y aprisionaba un llamado de auxilio en su mano derecha sin respuesta. Estaba muerta. Encendí una veladora a la Santa Muerte seguida de una oración que me vendió barata la redención. Deposité el cuerpo seco y limpio en la mesa de trabajo, lo contemplé durante varios minutos recordando su manera salvaje de amar. Comprobé que en verdad me había enamorado de ella, así que elegí la mejor parte de su larga y cadavérica frialdad para celebrar la concepción tan atinada de su deleitoso cuerpo, cada vez más pálido y azul pastel. Una vez obtenido el corte se debe dejar reposar para evitar la pérdida de los jugos a la hora de cocinar. No había nada despreciable en ella, pero tenia que elegir sólo una porción. La que sería capaz de comer. Los buenos modales deben imperar siempre en la vida y yo no prepararía más comida de la que me sé capaz de ingerir. Limpiaría el desastre después.
Termino de ingerir mi estrepitosa recompensa y salgo a la terraza interior en compañía de mis dígitos predilectos. El VI de los siglos de Cohiba y el XIII del ilustrísimo Luis, desbordado placentero en una sniffer. El cazador se siente como un verdadero súper hombre después de ingerir el miedo y el dolor de su presa. Yo prefiero el sabor de su carne. Me siento junto a la tarde a ver pasar las parvadas invernales en desprendida migración y a contemplar la belleza del firmamento, a sentir el viento vespertino que mese mi cabellera y la mima, a admirar la disposición exacta de las estrellas cuando asoma la noche y a reposar sus dejos en el fondo de mi paladar. Desde aquí puedo verla recostada, como si estuviera dormida aguardando mi regreso para abrazarme. La trompeta de Truffaz rompe el silencio y yo suelto una bocanada intensa de humo que resulta un bálsamo. Aun pienso en ella, me convenzo de que es amor. Talvez una taza de aromático Kopi Luwak me brinde la dosis de satisfacción y plenitud que ahora necesito. Sólo tengo un deseo; dormir con ella, talvez amarla sólo una vez mas antes de que emprenda su eterna desazón lejos de mi vida, saborear su recuerdo y olvidarme de que estuvo, para cortar después a destajo su silencio. A primera hora por la mañana haremos una visita al crematorio de mi taller lejos de la ciudad. Ajustaré el pensamiento a la congruencia y esconderé los deseos de poseer y conquistar. Saldré a provocar al destino nuevamente para alimentar mis sentidos y nausear el desconsuelo de su ausencia. Volveré temprano. Aun hay mucho que limpiar. Emilia y los niños llegarán por la tarde. Mañana es nuestro aniversario y no quiero que encuentre un departamento en caos. Ella es muy estricta con la limpieza y el orden. La extraño. Quiero sorprenderla. Miro a Amanda y me pregunto, qué le prepararé para cenar.
La disposición de esta tarde, emular las magnánimas comilonas del diestro Gioavacchino Antonio Rossini, y para ello, un sublime trozo de foie gras fresco, apenas sellado, de crujientes bordes caramelizados en costra de un dorado dotado de hermosura y una mantequillosa textura en el centro, que se deshace en grasosa intensidad de sabor a la hora estimulante del contacto mismo con la primera papila gustativa de mi ensalivada lengua. Tengo una sartén a punto y un momento inspirador. La tierra se detiene, el corazón cesa sus irrigaciones y la respiración del universo se contiene antes de exhalar su más bello himno; el contacto de calor abrazador e incandescente de la engrasada superficie de metal con las fibras cárnicas del músculo proteínico correspondiente a mi odorífera cena de magnificas añoranzas galas. Il barbiere di Siviglia, bisbisa en clamor de un ¡Fígaro! ¡Fígaro! ¡Fígaro...! el resto de la ambientación secular y mientras me admiro de mis dotes culinarias la recuerdo. Pienso en ella, cómo olvidarla. Fue una noche extrasensorial.
Nos conocimos en casa de Paolo en la reunión mensual de “El club de la otra lengua”, una jocosa tertulia; plagada de filarmónicos, literatos, afamados cocineros y eruditos del buen beber, pintores de poca monta, artistas varios, misceláneos y políticos porcinos, en donde los mercachifles ociosos de la agrupación dan a conocer las primicias de la vida “gourmet”, la ineptitud de los artistas alejada de la sensibilidad del arte y la siempre presente, hueca decadencia social. Autentica mierda envuelta para regalo, disfrazada de fracs y vestidos de noche. Una verdadera delicia. Amanda se acercó a la barra cansada del bullicio y la incongruencia de las conversaciones ajenas. Tanqueray martini extra seco, dos aceitunas. Enjuagó el sabor amargo que deja el vino al fondo de la boca después de la tercera copa en un par de horas. Rubia, inquietante magenta en los ojos, más delgada que una línea, de curvas deliciosas y andares eróticos ceñidos en radiante vestido claro de amenazante caída corta y larga cabellera rizada. Abundancias de juventud y belleza enajénate. Así se planto frente a mí el irresistible riesgo de probar algo más allá de esa noche, más allá de sus caldos tintos y corpulentos, sus cuadros enmarcando basuras vanguardistas, las conversaciones varadas con genios del diseño y la moda, alimentación bulímica, reflexiones anoréxicas, el lujo castrante y los excesos de vegetar. ¿Aburrida?
Extra virgen de olivas italianas con una marcada hechura artesanal, parmesano en finas lajas de una delicadeza atribuible, en escasos gramos, al mercado negro nacional, pimienta negra martajada toscamente en mortero, flor de sal, un toque seductor de albahaca morada. Trufa blanca. La mejor manera de hacer un carpaccio en casa es contar un cuchillo de filos agudos y brillantes. Una especie de navaja quirúrgica con todos los beneficios de un cuchillo chef, agarre, fuerza y elegancia, delicadeza y poder. Que mejor que consentir al deseo directo desde la entrada. La elegante cobertura cárnica perfecta en acentos rojos con marmoléos blanquizcos que reviste la superficie total del centro del platón en aguardo de la coronación suculenta del mise en place, marca la pauta para continuar con la preparación del intenso platillo principal. En una pequeña cacerola caliente de cobre preparo una magnifica salsa de matices violáceos espesos y brillantes reflejos, con base en un buen chorro de Cheval Blanc cosecha excepcional, directo de la botella para dar después un copioso sorbo del mismo liquido de órbitas perfectas, sin aristas, desde mi Riedel Bordeaux. A un lado de la hornilla la estrella en gestación, un tajo de radiante carne roja; para obtener este esplendor es necesario conseguir el corte directo del matadero, no mas de una hora después de perpetrado el desollado del animal.
Sentados a la barra conversamos en torno a las vidas pasadas, presentes y futuras de nada, el aprecio por los muebles viejos, las tardes nubladas y las peripecias de Hank Chinaski. La condición humana a cargo del olvido de la soledad, A cada pregunta generé hilarantes paradojas que la envolvieron en bucles de risas y miradas de autentica sicalipsis. Resultaba incomprensible esa sensación peculiar en el estomago, como si llevásemos años conociéndonos y compartiendo mesas, gustos y costumbres, cuando en realidad no tendríamos tiempo de llegar a ello. “Es sólo un trance pasajero”, dijo sonriendo de la muerte, cuando le aposté la eternidad a que esa noche danzaba desnuda paseando a su guadaña en nuestro derredor. Al final de la segunda copa sugerí mi departamento como escenario de un encuentro de miradas despojadas y cuerpos empapados de sudor rodando por el piso de la habitación, burbujas de Krug milesimado, John Coltrane desgarrando en el viejo tocadiscos, besuqueos, roces y caricias hasta perder la razón, pan francés, tulipanes y jugo de naranja por la mañana. Yo conduzco.
Horas mas tarde mientras ella dormía recostada en mi pecho; tan cercana a las dunas cubiertas de vello que ocultan un enorme hueco carcomido desde hace ya algún tiempo por el entendimiento, no podía dejar de contemplar aquel magnifico cuerpo que se encontraba fatigado y consumido de placer, era como dar consuelo a cientos de gritos paganos que clamaban admiración sobre cada milímetro del brillo producido por su piel en reflejo a la luz lunar que asomaba tendenciosa por la ventana y cubría toda su desnudez. El silencio se hacia presente por primera vez en el ambiente dejando atrás los incontables quejidos, carcajadas y gemidos amatorios que la noche había consentido con envidia y sin rencor. Sentí entonces estar enamorado. Me aprecié sereno, cadencioso y hambriento. No podía desperdiciar la oportunidad de ensayar algo que nuevamente la vida me colocaba para beneplácito de mi buen gusto y descontento del resto del mundo. Quien puede abochornar su rostro frente a la perdida de otra rubia con inquietante magenta en los ojos, tan deleznable, que era capaz de pensar como yo y compartir su insaciable cuerpo veleidoso conmigo.
Sentado frente al espectáculo divergente de mi figura postrada a la cabeza de aquella mesa, contemplando las magníficas viandas que con tanto cuidado había preparado y dispuesto, junté mis manos y entrelace mis dedos al mismo tiempo en que cerré los ojos, elevé una plegaria de agradecimiento por el alimento recibido a diario en favor divino y comencé el agasajo. La entrada resulto escueta y fibrosa, desmereció sin lugar a dudas al contexto, fue una lastima que ella fuera una sana deportista llena de perfección y no una golfa palurda recostada en su gula incrementando su grasa, su jugosos sabor y su tierna textura. Enjuague el paladar y me prepare para el apoteótico segundo encuentro. El extraordinario corte obtenido del cuarto trasero de mi captura. Mostraba una apariencia y textura similares a los que se logran de un magnifico filete extraído de los lomos de un buen ganado vacuno. El sabor era incomparable, fuerte como menudencias de cordero al entrar y afable como el cántico hechicero de las sirenas al final. Es sorprendente como cada raza otorga distintas propiedades organolépticas a su carne. Prueba y error, he llegado a la conclusión de que la más insípida es la asiática. Está en los genes. Muy agradables todas, sin embargo. El sellado final le había otorgado un cereza intenso al centro que me hacia recordar el tono de sus sonrojos mientras nos confundíamos entre las sudarios benditos de la pasión. Apenas si se mostraba un tanto sobresaliente a la autoridad que la salsa de tinto en compañía del foie intentaba imponer, y que en conjunto con los baños de pureza en las pilas redentoras del Cheval Blanc entre bocados se convertía en algo fuera de todo entendimiento.
El soporífero diluido en la última copa que disfrutó entre sus manos regocijando su deliciosa boca, terminó de hacer su estupendo trabajo. Lo sabía, justo a tiempo, igual que siempre. Ella cayó en un sueño profundo, casi comatoso, que al final resultaría de proporciones fatales. Para que la carne sea tierna y jugosa el animal debe estar tranquilo, sin rastros de adrenalina tensora y alertante en el cuerpo. Es una lastima que no haya sido así. Trasladé pues su esplendidez hasta la bañera de mármol italiano, abrí el grifo y dejé correr. Entibié la corriente para no dañarla y humedecí palmo a palmo su digna y pródiga beldad. Me hizo dudar un instante. Creo que la amo. Luego tuve que elegir entre ahogarla como se ahoga a la langosta en agua hirviente. Fracturarle el cuello de un sólo movimiento como al ave obtenida en día de campamento o despertarla y dejarla partir indemne. La decisión fue incólume. Conseguí de entre mis artículos de caza un par de guantes de látex, un escalpelo y un frasco de yodo. Algodón y olvido al desconcierto en una bolsa de polietileno en donde colocaría sus despojos después de concluida mi obra. Me inicié en la prolongada tarea de drenar lentamente el cuerpo con incisiones prolijas en vena axial, safena en pierna y yugular. Tenía tiempo de sobra.
Salí de compras a la tienda de comestibles, a escasos ochenta metros de mi morada, con la energía y la sonrisa que dan al cuerpo, en cantidades considerablemente altas, el saberse poderoso e inalcanzable. Influyendo también y de buena manera en el humor, la tremenda noche de farra, gula y placer. Al volver encontré el baño hecho un verdadero cataclismo, manchas por doquier, rojas diluidas, púrpuras frescas y negras coaguladas. Coronando la escena su ausencia en la tina y a escasos tres metros, en la pieza contigua su languidez sobre el suelo. Estaba tendida boca arriba, tenía la mandíbula apretada, los ojos abiertos, un par de lágrimas pataleaban aun en su mejilla izquierda y aprisionaba un llamado de auxilio en su mano derecha sin respuesta. Estaba muerta. Encendí una veladora a la Santa Muerte seguida de una oración que me vendió barata la redención. Deposité el cuerpo seco y limpio en la mesa de trabajo, lo contemplé durante varios minutos recordando su manera salvaje de amar. Comprobé que en verdad me había enamorado de ella, así que elegí la mejor parte de su larga y cadavérica frialdad para celebrar la concepción tan atinada de su deleitoso cuerpo, cada vez más pálido y azul pastel. Una vez obtenido el corte se debe dejar reposar para evitar la pérdida de los jugos a la hora de cocinar. No había nada despreciable en ella, pero tenia que elegir sólo una porción. La que sería capaz de comer. Los buenos modales deben imperar siempre en la vida y yo no prepararía más comida de la que me sé capaz de ingerir. Limpiaría el desastre después.
Termino de ingerir mi estrepitosa recompensa y salgo a la terraza interior en compañía de mis dígitos predilectos. El VI de los siglos de Cohiba y el XIII del ilustrísimo Luis, desbordado placentero en una sniffer. El cazador se siente como un verdadero súper hombre después de ingerir el miedo y el dolor de su presa. Yo prefiero el sabor de su carne. Me siento junto a la tarde a ver pasar las parvadas invernales en desprendida migración y a contemplar la belleza del firmamento, a sentir el viento vespertino que mese mi cabellera y la mima, a admirar la disposición exacta de las estrellas cuando asoma la noche y a reposar sus dejos en el fondo de mi paladar. Desde aquí puedo verla recostada, como si estuviera dormida aguardando mi regreso para abrazarme. La trompeta de Truffaz rompe el silencio y yo suelto una bocanada intensa de humo que resulta un bálsamo. Aun pienso en ella, me convenzo de que es amor. Talvez una taza de aromático Kopi Luwak me brinde la dosis de satisfacción y plenitud que ahora necesito. Sólo tengo un deseo; dormir con ella, talvez amarla sólo una vez mas antes de que emprenda su eterna desazón lejos de mi vida, saborear su recuerdo y olvidarme de que estuvo, para cortar después a destajo su silencio. A primera hora por la mañana haremos una visita al crematorio de mi taller lejos de la ciudad. Ajustaré el pensamiento a la congruencia y esconderé los deseos de poseer y conquistar. Saldré a provocar al destino nuevamente para alimentar mis sentidos y nausear el desconsuelo de su ausencia. Volveré temprano. Aun hay mucho que limpiar. Emilia y los niños llegarán por la tarde. Mañana es nuestro aniversario y no quiero que encuentre un departamento en caos. Ella es muy estricta con la limpieza y el orden. La extraño. Quiero sorprenderla. Miro a Amanda y me pregunto, qué le prepararé para cenar.
1. "Un dominio más de realidad", Francisco Javier Parada Flores.