lunes, 23 de febrero de 2009

Sibarita

“En la región siberiana de Irtich viven cientos de miles de roedores en cuevas subterráneas. Al llegar el mes de mayo abandonan la mayoría de sus madrigueras y emprenden una larga peregrinación que dura cuatro meses. Caminan día y noche hasta alcanzar la Tunguska, atraviesan el río y siguen a la península de Taimyr, donde se lanzan a las frías aguas del océano Glaciar Ártico. Mueren todos, hasta el último...”1 pensé; vaya formas risibles y engorrosas que tiene la vida de guiarnos hasta la muerte y arrojarnos desprovistos de alas hacia el despeñadero, mientras cerraba el artículo de la conducta de Francisco Javier. Arrojé el mamotreto al sofá, admiré a Amanda que lucía plena reposando en un rincón de la habitación al fondo y me alisté para iniciar con la elaboración de la manducatoria, pasado el bochorno del medio día.

La disposición de esta tarde, emular las magnánimas comilonas del diestro Gioavacchino Antonio Rossini, y para ello, un sublime trozo de foie gras fresco, apenas sellado, de crujientes bordes caramelizados en costra de un dorado dotado de hermosura y una mantequillosa textura en el centro, que se deshace en grasosa intensidad de sabor a la hora estimulante del contacto mismo con la primera papila gustativa de mi ensalivada lengua. Tengo una sartén a punto y un momento inspirador. La tierra se detiene, el corazón cesa sus irrigaciones y la respiración del universo se contiene antes de exhalar su más bello himno; el contacto de calor abrazador e incandescente de la engrasada superficie de metal con las fibras cárnicas del músculo proteínico correspondiente a mi odorífera cena de magnificas añoranzas galas. Il barbiere di Siviglia, bisbisa en clamor de un ¡Fígaro! ¡Fígaro! ¡Fígaro...! el resto de la ambientación secular y mientras me admiro de mis dotes culinarias la recuerdo. Pienso en ella, cómo olvidarla. Fue una noche extrasensorial.

Nos conocimos en casa de Paolo en la reunión mensual de “El club de la otra lengua”, una jocosa tertulia; plagada de filarmónicos, literatos, afamados cocineros y eruditos del buen beber, pintores de poca monta, artistas varios, misceláneos y políticos porcinos, en donde los mercachifles ociosos de la agrupación dan a conocer las primicias de la vida gourmet, la ineptitud de los artistas alejada de la sensibilidad del arte y la siempre presente, hueca decadencia social. Autentica mierda envuelta para regalo, disfrazada de fracs y vestidos de noche. Una verdadera delicia. Amanda se acercó a la barra cansada del bullicio y la incongruencia de las conversaciones ajenas. Tanqueray martini extra seco, dos aceitunas. Enjuagó el sabor amargo que deja el vino al fondo de la boca después de la tercera copa en un par de horas. Rubia, inquietante magenta en los ojos, más delgada que una línea, de curvas deliciosas y andares eróticos ceñidos en radiante vestido claro de amenazante caída corta y larga cabellera rizada. Abundancias de juventud y belleza enajénate. Así se planto frente a mí el irresistible riesgo de probar algo más allá de esa noche, más allá de sus caldos tintos y corpulentos, sus cuadros enmarcando basuras vanguardistas, las conversaciones varadas con genios del diseño y la moda, alimentación bulímica, reflexiones anoréxicas, el lujo castrante y los excesos de vegetar. ¿Aburrida?

Extra virgen de olivas italianas con una marcada hechura artesanal, parmesano en finas lajas de una delicadeza atribuible, en escasos gramos, al mercado negro nacional, pimienta negra martajada toscamente en mortero, flor de sal, un toque seductor de albahaca morada. Trufa blanca. La mejor manera de hacer un carpaccio en casa es contar un cuchillo de filos agudos y brillantes. Una especie de navaja quirúrgica con todos los beneficios de un cuchillo chef, agarre, fuerza y elegancia, delicadeza y poder. Que mejor que consentir al deseo directo desde la entrada. La elegante cobertura cárnica perfecta en acentos rojos con marmoléos blanquizcos que reviste la superficie total del centro del platón en aguardo de la coronación suculenta del mise en place, marca la pauta para continuar con la preparación del intenso platillo principal. En una pequeña cacerola caliente de cobre preparo una magnifica salsa de matices violáceos espesos y brillantes reflejos, con base en un buen chorro de Cheval Blanc cosecha excepcional, directo de la botella para dar después un copioso sorbo del mismo liquido de órbitas perfectas, sin aristas, desde mi Riedel Bordeaux. A un lado de la hornilla la estrella en gestación, un tajo de radiante carne roja; para obtener este esplendor es necesario conseguir el corte directo del matadero, no mas de una hora después de perpetrado el desollado del animal.

Sentados a la barra conversamos en torno a las vidas pasadas, presentes y futuras de nada, el aprecio por los muebles viejos, las tardes nubladas y las peripecias de Hank Chinaski. La condición humana a cargo del olvido de la soledad, A cada pregunta generé hilarantes paradojas que la envolvieron en bucles de risas y miradas de autentica sicalipsis. Resultaba incomprensible esa sensación peculiar en el estomago, como si llevásemos años conociéndonos y compartiendo mesas, gustos y costumbres, cuando en realidad no tendríamos tiempo de llegar a ello. “Es sólo un trance pasajero”, dijo sonriendo de la muerte, cuando le aposté la eternidad a que esa noche danzaba desnuda paseando a su guadaña en nuestro derredor. Al final de la segunda copa sugerí mi departamento como escenario de un encuentro de miradas despojadas y cuerpos empapados de sudor rodando por el piso de la habitación, burbujas de Krug milesimado, John Coltrane desgarrando en el viejo tocadiscos, besuqueos, roces y caricias hasta perder la razón, pan francés, tulipanes y jugo de naranja por la mañana. Yo conduzco.

Horas mas tarde mientras ella dormía recostada en mi pecho; tan cercana a las dunas cubiertas de vello que ocultan un enorme hueco carcomido desde hace ya algún tiempo por el entendimiento, no podía dejar de contemplar aquel magnifico cuerpo que se encontraba fatigado y consumido de placer, era como dar consuelo a cientos de gritos paganos que clamaban admiración sobre cada milímetro del brillo producido por su piel en reflejo a la luz lunar que asomaba tendenciosa por la ventana y cubría toda su desnudez. El silencio se hacia presente por primera vez en el ambiente dejando atrás los incontables quejidos, carcajadas y gemidos amatorios que la noche había consentido con envidia y sin rencor. Sentí entonces estar enamorado. Me aprecié sereno, cadencioso y hambriento. No podía desperdiciar la oportunidad de ensayar algo que nuevamente la vida me colocaba para beneplácito de mi buen gusto y descontento del resto del mundo. Quien puede abochornar su rostro frente a la perdida de otra rubia con inquietante magenta en los ojos, tan deleznable, que era capaz de pensar como yo y compartir su insaciable cuerpo veleidoso conmigo.

Sentado frente al espectáculo divergente de mi figura postrada a la cabeza de aquella mesa, contemplando las magníficas viandas que con tanto cuidado había preparado y dispuesto, junté mis manos y entrelace mis dedos al mismo tiempo en que cerré los ojos, elevé una plegaria de agradecimiento por el alimento recibido a diario en favor divino y comencé el agasajo. La entrada resulto escueta y fibrosa, desmereció sin lugar a dudas al contexto, fue una lastima que ella fuera una sana deportista llena de perfección y no una golfa palurda recostada en su gula incrementando su grasa, su jugosos sabor y su tierna textura. Enjuague el paladar y me prepare para el apoteótico segundo encuentro. El extraordinario corte obtenido del cuarto trasero de mi captura. Mostraba una apariencia y textura similares a los que se logran de un magnifico filete extraído de los lomos de un buen ganado vacuno. El sabor era incomparable, fuerte como menudencias de cordero al entrar y afable como el cántico hechicero de las sirenas al final. Es sorprendente como cada raza otorga distintas propiedades organolépticas a su carne. Prueba y error, he llegado a la conclusión de que la más insípida es la asiática. Está en los genes. Muy agradables todas, sin embargo. El sellado final le había otorgado un cereza intenso al centro que me hacia recordar el tono de sus sonrojos mientras nos confundíamos entre las sudarios benditos de la pasión. Apenas si se mostraba un tanto sobresaliente a la autoridad que la salsa de tinto en compañía del foie intentaba imponer, y que en conjunto con los baños de pureza en las pilas redentoras del Cheval Blanc entre bocados se convertía en algo fuera de todo entendimiento.

El soporífero diluido en la última copa que disfrutó entre sus manos regocijando su deliciosa boca, terminó de hacer su estupendo trabajo. Lo sabía, justo a tiempo, igual que siempre. Ella cayó en un sueño profundo, casi comatoso, que al final resultaría de proporciones fatales. Para que la carne sea tierna y jugosa el animal debe estar tranquilo, sin rastros de adrenalina tensora y alertante en el cuerpo. Es una lastima que no haya sido así. Trasladé pues su esplendidez hasta la bañera de mármol italiano, abrí el grifo y dejé correr. Entibié la corriente para no dañarla y humedecí palmo a palmo su digna y pródiga beldad. Me hizo dudar un instante. Creo que la amo. Luego tuve que elegir entre ahogarla como se ahoga a la langosta en agua hirviente. Fracturarle el cuello de un sólo movimiento como al ave obtenida en día de campamento o despertarla y dejarla partir indemne. La decisión fue incólume. Conseguí de entre mis artículos de caza un par de guantes de látex, un escalpelo y un frasco de yodo. Algodón y olvido al desconcierto en una bolsa de polietileno en donde colocaría sus despojos después de concluida mi obra. Me inicié en la prolongada tarea de drenar lentamente el cuerpo con incisiones prolijas en vena axial, safena en pierna y yugular. Tenía tiempo de sobra.

Salí de compras a la tienda de comestibles, a escasos ochenta metros de mi morada, con la energía y la sonrisa que dan al cuerpo, en cantidades considerablemente altas, el saberse poderoso e inalcanzable. Influyendo también y de buena manera en el humor, la tremenda noche de farra, gula y placer. Al volver encontré el baño hecho un verdadero cataclismo, manchas por doquier, rojas diluidas, púrpuras frescas y negras coaguladas. Coronando la escena su ausencia en la tina y a escasos tres metros, en la pieza contigua su languidez sobre el suelo. Estaba tendida boca arriba, tenía la mandíbula apretada, los ojos abiertos, un par de lágrimas pataleaban aun en su mejilla izquierda y aprisionaba un llamado de auxilio en su mano derecha sin respuesta. Estaba muerta. Encendí una veladora a la Santa Muerte seguida de una oración que me vendió barata la redención. Deposité el cuerpo seco y limpio en la mesa de trabajo, lo contemplé durante varios minutos recordando su manera salvaje de amar. Comprobé que en verdad me había enamorado de ella, así que elegí la mejor parte de su larga y cadavérica frialdad para celebrar la concepción tan atinada de su deleitoso cuerpo, cada vez más pálido y azul pastel. Una vez obtenido el corte se debe dejar reposar para evitar la pérdida de los jugos a la hora de cocinar. No había nada despreciable en ella, pero tenia que elegir sólo una porción. La que sería capaz de comer. Los buenos modales deben imperar siempre en la vida y yo no prepararía más comida de la que me sé capaz de ingerir. Limpiaría el desastre después.

Termino de ingerir mi estrepitosa recompensa y salgo a la terraza interior en compañía de mis dígitos predilectos. El VI de los siglos de Cohiba y el XIII del ilustrísimo Luis, desbordado placentero en una sniffer. El cazador se siente como un verdadero súper hombre después de ingerir el miedo y el dolor de su presa. Yo prefiero el sabor de su carne. Me siento junto a la tarde a ver pasar las parvadas invernales en desprendida migración y a contemplar la belleza del firmamento, a sentir el viento vespertino que mese mi cabellera y la mima, a admirar la disposición exacta de las estrellas cuando asoma la noche y a reposar sus dejos en el fondo de mi paladar. Desde aquí puedo verla recostada, como si estuviera dormida aguardando mi regreso para abrazarme. La trompeta de Truffaz rompe el silencio y yo suelto una bocanada intensa de humo que resulta un bálsamo. Aun pienso en ella, me convenzo de que es amor. Talvez una taza de aromático Kopi Luwak me brinde la dosis de satisfacción y plenitud que ahora necesito. Sólo tengo un deseo; dormir con ella, talvez amarla sólo una vez mas antes de que emprenda su eterna desazón lejos de mi vida, saborear su recuerdo y olvidarme de que estuvo, para cortar después a destajo su silencio. A primera hora por la mañana haremos una visita al crematorio de mi taller lejos de la ciudad. Ajustaré el pensamiento a la congruencia y esconderé los deseos de poseer y conquistar. Saldré a provocar al destino nuevamente para alimentar mis sentidos y nausear el desconsuelo de su ausencia. Volveré temprano. Aun hay mucho que limpiar. Emilia y los niños llegarán por la tarde. Mañana es nuestro aniversario y no quiero que encuentre un departamento en caos. Ella es muy estricta con la limpieza y el orden. La extraño. Quiero sorprenderla. Miro a Amanda y me pregunto, qué le prepararé para cenar.
1. "Un dominio más de realidad", Francisco Javier Parada Flores.

martes, 10 de febrero de 2009

¿Has amado a un borracho?

Me lo dice la resaca, deben ser las cuatro de la tarde. Advierto el resabio amargo en la boca mientras espabilo arrojando al suelo las muchas legañas pegadas a mis pestañas que se desprenden en grupos de dos o tres cuando las arranco por la fuerza para poder abrir los ojos y mirar de nuevo mi escenario plagado de elementos naturales y nativos de esta ciudad. Mi estomago suplica con gritos desgarradores, casi plañideros de “pleito de perros” el primer alimento; no sé, quizás de días cuando mastico trozos rígidos de piel muerta de mis labios que han alcanzado su máximo grado de deshidratación convirtiéndose en terreno árido de migajón calcáreo que se resquebraja sangrando mientras encorva la esperanza de las primeras gotas precipitadas de lluvia. A esta hora el sol ha comenzado a dejar atrás su fogosidad inconfundible de media jornada y haciendo uso de mi mejor recurso adivinatorio atisbo que la manecilla más pequeña y robusta del reloj de la plaza central; en donde me he instalado deleitablemente desde hace algunos meses, apunta a ese número que sufre de delirio de persecución cada que al voltear incesante y constantemente a sus espaldas, advierte que el incansable tres se mantiene ahí, siempre al asecho, como listo para atacar y dejar en sus lomos la mortífera huella asesina que demuestre que no existe la superioridad que le han atribuido injustificadamente a través de milenios. Quien sabe, talvez algún día logre alcanzarlo y entonces sea más fácil y rápido para todos contar hasta diez.

Quemo el primer cigarrillo de la tarde e inhalo su aire de nicotina y alquitrán que perfuma en penetrantes humos deleitosos, sustituyendo al mismo tiempo el intoxicante oxigeno, en cada rincón de mis ductos respiratorios. Es difícil precisar si el olor a muerto que siento ahora inhibiendo a la par invariablemente el apetito, proviene de mi cuerpo envuelto en sucios andrajos repletos de porquería, grasa inmunda y estiércol, alejados en conjunto del agua y jabón durante fervientes episodios de briba ininterrumpida o de la putrefacción del pollo frito que aun conservo en la misma charola de plástico traslucido donde lo encontré empacado hace ya un par de días, apenas si le faltaba un cuarto que seguramente los roedores circundantes del basurero habían terminado por consumir segundos antes de mi alimenticio descubrimiento, mismo que por cierto temor de acostumbrarme a comer he preferido exclusivamente contemplar como si lo tuviera en una vitrina dorada frente a mis ojos y lejos del alcance de mis dientes, eso me da la ilusión de que aun conservo algo de seriedad en mis bufonescas sonrisas y hambre en el centro de mis sueños y mi estomago, para perpetuar la esperanza de mañana poder consumir mis desechos envueltos en pan de centeno aderezado con residuos escoriales de caridad y mostaza de Dijon.

Escucho en la radio detrás del rugir del motor de un magnifico Mustang 65 descapotable; siempre he querido uno, talvez en mi otra vida lo compre o lo robe en esta antes de desintegrarme, a Corcobado (no olvides nunca que lo que nos mueve es el hambre y no el alimento), me hace pensar en esa extraña trayectoria en la que deberíamos ser impulsados por las fiebres y los deseos, la necesidad de amar y ser odiados, de pecar y redimir, de olvidar. Y no por un puñado de guisantes y repollo hervidos. Termino de apurar los setecientos cincuenta mililitros de la vodka contenida en la traslucida botella y retiro los excedentes con el dorso de la mano derecha en mi boca, el dolor efervescente de las supurantes lagunas gástricas que arden en mi interior a menos de una cuarta al norte del ombligo acompañan el recuerdo de que, aunque me mantengo firme y de pie, aun no he probado alimento. Probablemente en las últimas cenas comunales en nuestro paso a desnivel de la antigua avenida principal, hoy convertida en refugio imperceptible de bienaventurados malvivientes, he estado muy festivo leyendo lo de Lowry y bebiendo Stolichnaya, como para turbar mi ya de por si escaso entendimiento, con el burdo exceso de comer. Si mañana el diablo me ofreciera cuestionar a Dios de frente maniatado a un polígrafo sólo se me ocurriría preguntar ¿Por qué no puede bastar con alimentar la imaginación y regocijar el espíritu? ¿Por qué tiene que ser tan necesario el instinto vergonzoso de alimentar al cuerpo? ¿Y dormir? ¿Es acaso un intento tuyo para saberte y sentirte omnipotente que salió mal? o ¿Es verdad que a las bestias que no se les somete con el látigo se les doma con el hambre? ¿Y si mañana tú decidieras comer? ¿Quien entonces seria el diablo, el pobre diablo? Es por eso que no lo incomodo, ni siquiera lo veo, creo que me repudia porque no me habla, mientras que a mi no me interesa conversar, sólo seguir bebiendo, así que aunque estamos en la misma fiesta, yo solo bailo tango y Él cha cha cha. Prefiero permanecer ebrio, el alcohol es amigo intimo de la locura, aleja los pensamientos misericordiosos de la razón y calma los ardores de la devoción al pudor para enaltecer los de la carne, yo se de eso.

Mantener “la tripa pegada al espinazo”, no es nuevo para mí. Incluso en otros tiempos en los que los furores llenaban la barriga, el vino anegaba las mesas y el trabajo ordinario carcomía una a una todas mis esperanzas y sueños en una oficina de dos por dos en donde el teléfono y el ordenador eran más importantes para el consorcio que mi espectro, me acostumbre al mal comer, primero por escasez y falta de liquidez, después por necesidad temporal y finalmente por necedad. Alimentaba mis depresiones, ante la inmundicia de respirarme a mi mismo a todas horas, con litros de café percolado, pachitas de licor de anís y decenas de pitillos de tabaco negro que yo mismo forjaba y que hacían la farsa de desayuno, comida y radiante final para después de cenar, la única ingesta entripable. La paga era buena y la vida confortable, y yo estaba mas pródigo en la mierda que ninguna vez. Mas indigente, sucio y mendigo de lo que ahora me encuentro. Bebo ron barato en una licorera amarillenta de plata que en trueque prehispánico obtuve hace un rato entregando, a un muerto de hambre borracho como yo, el todavía inquietante y aun más odorífero pollo pútrido. Lleva una dedicatoria grabada en la parte trasera “Para mi amada Lidia, porque Dios te conserve el humor corrosivo y los senos firmes. Elena, creo que las dedicatorias son estupidas, quien puede abogar a la cursilería en una frase personal que más tarde, invariablemente terminará siendo leída y mancillada por muchos otros ojos ajenos. Me instalo en mi sitio favorito a esta hora de la tarde a las afueras de la Catedral Metropolitana para pedir un poco de caridad de los ilustres hombres sentimentales, que dicho sea de paso, para eso trabajan, para ser hombres y caritativos. Mientras peino en bucles perpetuos mi barba con la mano derecha y coloco la izquierda en función de pila bautismal dispuesta para recibir de mano de mis benefactores las mercedes monetarias que se logran al ocupar un sitio en el mas bajo e insignificante de los peldaños diarreicos en la escalera social, tú pasas a mi lado y me reconoces, pero callas ante la cortedad y la humillación a tus ojos de verme convertido en un vagamundos borracho cargando el costal de promesas incumplidas de nuestra vida juntos.

Esa mañana, la última en que te noté hasta hoy, me pareció entrever que ya te conocía de tiempo. Dormías aun sin saber que yo estaba por embarcarme en el navío de la futilidad. Al destierro del juicio. Levanté mis excesos como cada madrugada antes del crudo asomo del sol, tomé una ducha fría, afeité mis anhelos y me corté, bebí un sorbo de café y antes de salir me miré al espejo. Menuda figura exigua y concentrada la de ese ser extraño mirándome fijamente a los ojos como si quisiera arrancármelos y dárselos de comer a los carroñeros o a los serviles, no pude reconocerlo pero lo sabia familiar, portaba el mismo rostro de siempre pero mayormente aburrido, tenía unas profundas y obscuras llanuras desbalagadas debajo de los ojos, arrugas en la piel y canas en su paz, había vendido su sensatez por un par de alforjas vacías y se dedicaba a atesorar recuerdos en el cajón de los pañuelos remendados por los deseos del abandono, las trastiendas familiares, los automatismos cardiacos y las prácticas del no saber decir ni decidir, se había perdido queriendo encontrar un sólido aparato de grandeza y un mililitro de vergüenza recorría segundo a segundo sus venas impulsada por palpitaciones apenas perceptibles de un marcapasos austero colocado en la zanja donde instantes antes estuvo instalado su corazón.

Una lágrima de daño recorrió tu mejilla quemando el aplomo que en mí quedaba, al ver la escena como surgida de una farsa de burlesco humor negro, narrada entre incontables leprosos lujuriosos por un pusilánime cualquiera como yo. Pensaste en exigir la explicación que durante meses esperaste sentada en la incomprensión de los actos insanos de quien creíste un enfermo mental. Un cosquilleo recorrió tus muslos y rodillas mientras parecía que desvanecías al desconsuelo. Insectos alados revolotearon en tu vientre y sentiste el creciente deseo de golpearme directo a la cara sucia, acuchillarme, arrodillarme y decapitarme, besarme y amarme como nunca antes lo habías hecho, olvidarme. Puedo hallar las partículas volátiles de tu perfume flotando entre el smog, el estrés y el sudor de la ciudad, me recuerda a una época, un turno, una cosecha y quizás una estación, pero no me dice nada de ti. Encontraste que me he vuelto sucio, descuidado y desaliñado, falto de gentileza e interés ante todo lo que consideras bueno. Talvez no exista mayor explicación que verme a los ojos y averiguar de viva voz porque me encontré exánime en tu universo y he resucitado en este jirón de manchas y mugre por envoltorio, pero de una limpidez y pulcritud internas que sólo los más avezados conocen antes de morir.

Suena un majestuoso repiqueteo en el campanario principal de Catedral informando la presencia en puerta de la última hora en situación crepuscular y con ella el inicio de una misa en honor a los venerables difuntos en la que registraste mi nombre y por la que esta tarde has venido hasta aquí. Sin poder decir más, abres tus sentidos a un llamado que resulta un bálsamo untuoso dentro de las llagas de tus pensamientos. Un segundo después tomas tu bolso, en un solo movimiento extraes con delicada maestría un pañuelo desechable y un objeto redondo de una brillantez en desuso. Borras el húmedo rastro que una lagrima superficial ha dejado tras de sí después de recorrer pausadamente tu mejilla. No intuyo a bien la naturaleza de aquel destello entre tus dedos, pero su reflejo capta mi atención más aun que el maravilloso cielo rojo que de paso se deja ver en la plaza antes de dar cabida al resguardo de la noche. Extiendes tu mano hasta la mía y colocas dentro el objeto circular. Sin atender al contenido te descubro a un paso de la sinrazón y te pregunto: ¿has amado alguna vez a un borracho? Me miras como quien ve a su padre por última vez antes de olvidarlo en la rampa de acceso para silla de ruedas en un acilo terminal para ancianos, y cruzas el inmenso portón de la santidad hacia el consuelo de la pérdida de la memoria cansada. Mientras veo como alejo por voluntad lo único virtuoso que había en mí, abro la mano y encuentro reluciente una moneda de diez pesos. La sonrisa de un niño ilumina mi marchito rostro, tengo en mis manos un ultimo gesto de apego y compasión, el precio de la omisión, una limosna para recordarla y conmemorarla, para brindar por la soledad y su compañía con un litro del destilado de endrinas y floripondio que prepara mi amigo Jacinto “el alquimista” en la clandestinidad y que nos suministra cuando tenemos el dinero suficiente para pagar y el tiempo contado para embriagar a la dama de la sobriedad antes de que ella nos embelese en sus brazos para siempre.